No quiero vivir en un país donde mis hijos deban asistir a clases de religión en las aulas públicas. Donde mi hija no pueda abortar con libertad y condiciones dignas si algún día se le rompe el preservativo manteniendo relaciones con su pareja. Donde la justicia sea un lujo. En un país que no respeta y alienta su diversidad. No quiero el país que no quisieron mis padres. No quiero verme abocada a votar a favor de la independencia de Catalunya como mal menor frente a la ofensiva patriótica y neocon del Partido Popular. Y no quiero muchas otras cosas que entiendo que hay que consensuar, pero no estas: estas son innegociables. Que los católicos ofrezcan la educación a sus hijos que consideren mejor, pero no a los míos. A los antiabortistas: que no aborten. A quienes quieran una justicia igualitaria y accesible para todos: que no la usen. A los que les incomode la lengua catalana: que no la hablen.
El mejor antídoto para el independentismo es una España plural, respetuosa e inclusiva, pero no esta. Los cantos de sirena del independentismo son atractivos, y a los catalanes que creemos en otra España se nos acaban los argumentos. No votaré sí a la independencia por la cuestión patriótica y romántica, ni por la del agravio fiscal, ni porque la derecha catalana vaya a dejar de aplicar las medidas de choque neoliberales. Si voto sí a la independencia será para huir de esta España rancia y neofascista, y lo haré con muchísima tristeza.
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